Poesías
No llames a mi puerta...
Ni tú, ni nadie,
Rózala apenas con la mano
y verás como se abre.
No te gastes los poros golpeando,
¡entra!
De noche o de mañana,
con el sol madurándote los sueños
o la lluvia regándote la cara,
con tu mano de escarcha y tus zapatos
de hojas amarillas y cansadas...
Entra.
Solo o con el mundo.
Entra.
La puerta estará abierta.
Y verás que no tiene cerraduras
ni candados maniatando la esperanza
y verás la mesa siempre puesta
en la comunión del hombre y de la raza.
No llames a mi puerta.
Ni tú ni nadie.
Si te inclinas un poco en los umbrales
verás mil huellas diferentes,
reconocerás el signo de tu hermano
y una luz de igualdad
en cada frente.
¡Entra!
Y siéntate a mi lado.
Y reparte el pan sobre la mesa.
Al mendigo ponle dos tajadas,
porque su hambre es vieja,
como tierra.
Al anciano tiéndele la miga
y a los dientes, la corteza.
Al enfermo prepárale el bocado
y sostén con tus manos
su cabeza.
Al miño llénale de panes
porque su carne es joven
y hambrienta.
Al moribundo entrégale tu pecho
para que escape la angustia
de sus venas.
Al pobre ponle las tajadas que no tuvo en su vida
sin estrellas
y alrico también un grueso trozo
para que te reemplace
mañana
en esta mesa.
Y no temas que el cesto se vacíe.
Corte y entrega la merienda,
y verás hacerce nuevos panes
de las migajas perdidas en la mesa,
porque si el hombre pregunta por el hombre
se levanta el canto de las eras.
No llames a mi puerta...
¡Rózala apenas en la mano
y la sabrás abierta!
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